¡FELIZ NAVIDAD!
Gracias por ser parte de la familia del grupo
Los Romances de Sheeran
Aquí les regalo el capítulo 2 y 3 de REAL-ITY
El robo de la historia
Capítulo 2
ABIA
Paso
el resto del día sentada en el borde de la ventana de mi departamento, “la
espía”, la que me permite ver todo lo que ocurre en el parque. Cuando estaba en
la búsqueda de un lugar para comprar, para completar mi independización
forzosa, este fue el segundo lugar que visité. Esa ventana nunca me hizo
sentido. Y es que es precisamente en la cocina donde está y ocupa desde el
techo hasta el piso. Cualquiera con un ojo para el diseño la hubiera colocado
en el comedor, o mejor, la hubiese eliminado. Creo que mi padre estaría orgulloso
de escucharme decir esto si no fuera porque quien lo hizo, quien colocó la
bendita ventana, fue él. Éste es el único departamento del edificio con esa
ventana en ese lugar, un cristal de tres metros de alto y la mitad de ancho.
Con el tiempo la ventana y yo fuimos conociéndonos. Mientras más rato pasaba yo
frente a ella observando el parque, la laguna, la lluvia, los atardeceres y
amaneceres aprendimos a querernos. Y digo aprendimos porque la pobre ha tenido
que aguantar por años sin poder protestar mis preguntas (sin respuestas). Desde
hace varios años se convirtió mi lugar favorito de hogar.
Todavía
estoy sentada con los pies descalzos sobre el otomán amarillo frente a la
ventana. En mis manos, una taza de café. Fácil llevo más de cinco horas aquí
sentada observándolo. El hombre en el banco del parque no se ha movido del
lugar en todo este tiempo. Por ratos se acomoda un poco, recuesta la espalda
contra el descansa manos, a veces se endereza un poco más. En cuatro ocasiones
se ha puesto de pie y en dos de ellas me parece que para librarse de algún
calambre en las piernas. No lo he visto comer o tomar algo. Tampoco he visto a
nadie acercarse hasta él.
Yo
con tanto que tengo en la cabezota para pensar, para intentar solucionar mi
situación y aquí estoy dedicándole todo este tiempo a un pobre diablo que al
parecer tiene más claro el futuro que me espera que yo misma.
‘Suerte,
la vas a necesitar.’
¡Benditas
palabras!
¿Acaso
no pudo encontrar otra cosa que decir?
¡Claro
que la voy a necesitar!
Mi
teléfono suena, la pereza me gana. Ha de ser Tommy. ¿Quién más? De seguro llama
para despedirse. Así es él, todo un protocolo andante. Tan correcto. Se
despidió en persona esta mañana cuando me quedé con las palabras en la boca,
ahora intenta despedirse por teléfono y no me extraña que mañana, de camino al
aeropuerto, tenga la osadía de pasar por aquí. No me salen los deseos de hablar
con él. No quiero volver a escuchar lo planificado que tiene su futuro. Lo
genial que le fue con el trabajo de investigación con el que logró obtener una
beca para hacer el doctorado en literatura europea.
El
teléfono deja de sonar.
Es
extraño pero disfruto del silencio. El gozo solo me dura un par de segundos
porque el timbre del celular vuelve al ataque. ¡Que contestes, Abia! Me parece
escuchar la voz de Tommy y la respiración sonora como cuando está a punto de
perder la paciencia conmigo. Son pocas las veces que la ha perdido, la
paciencia, por mi culpa. Por eso sé sin duda cuán rojo debe tener el cuello y
cómo las venas deben estar brotándosele.
—Me
parece mentira que no te diste cuenta esta mañana cuán roja debí tener yo la
carota cuando anunciabas tu repentina despedida —le reclamo en voz baja. —¿Por
qué no me dijiste antes que te ibas, Tommy, que habías conseguido la beca?
Otra
vez silencio y en segundos, el celular. Ay, Tommy, ¡vete ya! Si mi chequera lo
aguantara te compraba un boleto solo de ida pero para que te fueras hoy mismo.
¿A
quién quiero engañar?
Voy
a extrañarlo.
Lo
sé.
Creo
que ya lo hago.
Aunque
me parece que en unos meses cada vez que intente rasurarme las piernas voy a
acordarme de él.
¿Qué
hicimos, Tommy?
“¿Qué hiciste, Abia?”, me pregunto.
En
la locura temporera en la que he caído desde hace poco más de veinticuatro
horas se me ocurre hacer una apuesta. ¿Cuánto tiempo le tomará a Tommy enterarse del notición?
—¿Por
qué no apostamos, cariño, como siempre lo hacemos…como siempre lo hacíamos?
—vuelvo a hablarle en ausencia.
Las
apuestas están a mi favor.
Todas.
Contrario
a él no soy asidua a la tecnología, mucho menos las redes sociales. No tengo
cuenta de Facebook ni ninguna otra de esas cosas que andan enviciado a la gente
hoy día. Si se vieran ¡ja! van como momias pendientes a cualquier pendejada que
escriba un fulano que tal vez ni conocen. “The
walking deads”, así les llama Tita, mi amiga. La vida les pasa de largo y
ellos encerrados en un mundo cibernético. Tampoco llevo correo de voz en mi
celular. Tengo email y solo cuatro personas me escriben; Tommy, Chin-Hae, es mi
abuelo paterno, Tita y mi papá. Cada mes el abuelo me escribe una pequeña nota
en coreano, dice que es para que no pierda mis raíces. A veces me toma hasta
dos horas traducir el mensaje pero siempre vale la pena. Siempre me envía una
anécdota de cuando mi mamá era pequeña. Tita me manda cuanto enlace hay de
vídeos en YouTube, es súper fanática de los realities
de tv de música, esos que descubren nuevas estrellas. Aunque sabe que no los
veo, no se da por vencida. Tommy me escribe para enviarme los enlaces de los
libros que me recomienda. Si algo nos une, es la pasión por la lectura.
Uno,
Dos,
Tres…
Bueno,
desde hace unos años solo son tres personas los que me escriben. Papá ya no lo
hace… y ahora creo que no lo hará jamás.
Desde
hace cuatro años mi papá y yo no nos comunicamos. Él dejó de hablarme y después
de varios intentos por mi parte para reconectar con él, pues acepté su
voluntad. Dice que lo que hice fue un robo. Yo no lo veo así. Para mí la
historia fue diferente. Él siempre quiso que yo siguiera sus pasos y los de
mamá, que me convirtiera en una gran arquitecta, una de renombre internacional
como él. Por eso hice mi bachiller en arquitectura, sin embargo, para el postgrado…
mmm pues sí estudié en Harvard, como él deseaba, pero la especialidad la hice
en lo que yo quería. No hubo ni pizca de mala intención por mi parte. Como dice
Tita, ‘si yo jurara, lo juro, pero como no juro, pues no lo juro’. Es casi un
trabalenguas para decir que no hubo mala leche en evitar que, por cuatro años,
papá no supiera con exactitud en qué su hija hacía la maestría. No es que no
supiera, es que lo que sabía no era precisamente toda la verdad. Que se enterara el día de la graduación, allí
cuando ya estaba sentado en el auditorio, que su única hija se recibía en Historia
del Arte y Arquitectura y no en Planificación Urbana y Arquitectura Paisajista
como creyó cada semestre cuando firmaba los cheques para pagar la matrícula, creo
le añadió un poco de dramatismo. ¡Okey, okey!, tal vez un poco más de lo que
pensé.
El
caso es que Andrés, mi padre, me acusó de ladrona, mentirosa y farsante. Su
enojo fue de tal magnitud que al día de hoy, a cuatro años después del la
graduación, sigue como el primer día. De regreso a la isla, luego que se
enterara de la verdad en el magno evento en Harvard, me pidió que me fuera de
su casa. ¡Ajá!, no fue precisamente una petición y mucho menos vino adornada de
amabilidad. Cuando le dije, aquella tarde que me reclamaba del “gran robo”, del
cual lo hice víctima, que no me interesaba seguir sus pasos, que no quería
dedicar mi vida a diseñar edificios, creo que en ese punto en el tiempo fue
cuando la terminé de cagar en grande y me gané el destierro. Por un tiempo, que
me pareció una eternidad, allí de pie se quedó observándome sentada en una
silla de su despacho en la casa. Hasta me pareció que los ojos le brillaban más
pero no de alegría. Con los hombros caídos, lo vi caminar hasta el escritorio,
de una gaveta sacó su chequera, la conozco muy bien, es la misma que pagó los
estudios “no autorizados”, endosó un
cheque del cual me hizo entrega.
—Ten
—me dijo.
Tomé
el pedazo de papel que me ofrecía y cuando vi la cifra de trecientos cincuenta
mil dólares el corazón se me puso a mil.
—¿De
qué es esto? —pregunté sin poder ocultar la confusión, la alegría ingenua que
no puedo negar, esa sí creo la oculté bien.
—Es
la herencia que te ha dejado Jung.
Esa
era mi abuela materna, falleció hace seis años en Korea.
—También
te dejó esto —me extendía un sobre color blanco—. Te doy siete días para que
desalojes tu habitación.
—¿Me
estás botando de mi casa? —pregunté sin poder creer lo que escuchaba. Es que de
seguro había escuchado mal.
—Esta
no es tu casa. Esta es mi casa. Como ya eres lo suficientemente adulta y tienes
—continuó con énfasis— “muy claro” lo que no quieres hacer con tu vida creo que
es tiempo que te vayas.
—¿Este
es tu castigo por lo del postgrado? ¿De verdad eres tan inmaduro como para
botar a tu hija de la casa porque tuvo el coraje de decidir por cuenta propia
qué estudiar?
—¡No
hablemos de inmadurez, Abia! No fui yo quien tuvo a su papá engañado por cuatro
años haciéndole creer que pagaba por algo de valor. ¿Qué diantres vas hacer con
una maestría en historia? —caminó hasta la puerta, se detuvo y todavía de
espaldas, se pasó las manos por la frente—. ¿Crees que dando clases vas a poder
ganarte una vida como la que estás acostumbrada? No tienes ni idea de la
oportunidad que desperdicias. Yo he trabajado todos estos años para hacer de ti
una persona de provecho y en la oficina he dejado el lomo para dejarte un
legado. ¿Y ahora es que me vienes con el cuento que no te interesa la
arquitectura?
—Prefiero
no tener un peso en la cartera pero sí ser feliz, hacer lo que me gusta —le
respondí con tal seguridad.
—¿Y
qué es lo que te gusta, lo que tanto te haría feliz?
Abrí
la boca con el ímpetu que me salía del pecho para responderle como yo pensaba
en ese momento que se merecía pero no me salió ni una sílaba. Avanzó despacio
hasta mí que ahora estaba de pie y muda.
—Si
no puedes entender cuál es la razón real
detrás de mi decisión, me reafirma que estoy tomando el camino correcto— pasó
su mano sobre mi cabeza y me acarició el pelo como siempre hacía a la hora de
dormir. Estaba tan segura que era el momento de su arrepentimiento, de darse
cuenta que era un error garrafal botar a su hija de la casa, entonces dijo la
bendita frase—. Suerte, Abia De Luna Choi, la vas a necesitar.
Esas
fueron las últimas palabras que cursó mi padre conmigo y hoy, cuatro años
después sigo esperando el arrepentimiento.
Sé
que ha estado bien, mi padre, que su vida ha estado según imagino lo ha
planificado. “Planificación”, ¡Bah! Maldita palabra que detesto tanto, no hago
más que escucharla y s eme eriza el pellejo. Estoy segura que es la causante de
que no quiera ejercer la arquitectura. Tampoco soy tan mala hija, he estado al
tanto de cómo ha ido su vida. Tommy, como era de esperarse, se convirtió en el
mensajero, el espía oficial. Al
principio le pedía de favor que hablara con su padre y preguntara de manera
casual, así como el que no quiere la cosa, como el tipo cool que se preocupa por saber de todos, cómo estaba el mío. La
conveniencia de que el padre de Tommy es el socio en la firma de arquitectura de
mi papá tenía que servir de algo. Con el tiempo estoy segura que tanto su padre
como el mío se dieron cuenta de la jugada, del espionaje de Tommy y lo usaban a su favor. Entonces, el espía
comenzó a trabajar para ambos bandos dándole actualizaciones periódicas de mi
vida y mi suerte a su padre y el mío.
Hablando
de espiar, en el tiempo que llevo aquí contándoles de mi padre y mi valentía,
la que tuve de decidir mi futuro, que al día de hoy es incierto, no he dejado
de mirarlo… al vagabundo. He contado diez personas que han pasado frente a él,
quien todavía descansa sobre mi banco en el parque. Todos son cara familiares,
asiduos del área. Dos van ejercitándose con los audífonos conectados a los
oídos, dos llevan el celular pegado a la oreja y seis van texteando a la misma vez que caminan.
—Los walking deads —murmuro.
Ninguno
ha notado la presencia del hombre en mi banco.
El vaso que hoy llevo
demás
Capítulo 3
Abia
Son
las 7:30 de la mañana. Es lunes y día de trabajar. Estoy como una idiota en el
medio de la cocina con dos vasos plásticos reusables de café. Me levanté en
automático directo a mi rutina. Se supone que en diez minutos me encuentre con
Tommy en el parque. Antes de su rutina de ejercicios matutinos camina junto a
mí hasta mi trabajo. No es muy lejos, son solo cinco cuadras desde aquí. A paso
relajado nos toma llegar como unos quince minutos. La flexibilidad que le da su
trabajo le permite manejar el tiempo a su conveniencia. Imparte clases de
literatura en una universidad cercana.
Cuando
volteo me doy cuenta que los libros que dejé sobre la mesa pequeña de la sala
no están y confirmo mis sospechas. Anoche, era él, lo sabía. Lo que sí está sobre
al mesa es la llave de mi departamento, la que usaba Tommy. Antes de irme a
dormir le escribí una carta, la metí en medio de nuestro libro favorito y con
éste agarré los últimos libros que me había prestado y se los puse en la mesa.
Sabía que vendría, él tenía que cumplir con su última despedida. Sentí su
presencia con un beso en mi frente temprano en la madrugada pero no me dio la
gana de despertarme, de dejarlo que tachara su último ítem en la lista de
“cosas que hacer antes de largarme a Italia”. Por mí que se fuera incompleto.
Así va a sentir cómo me siento yo ahora mismo.
Continúo
con mi vida y la rutina rumbo al trabajo.
El
vagabundo sigue en mi banco. Detengo
el paso, luego de aclararme la garganta lo saludo:
—Buenos
días.
Gruñe
antes de abrir los ojos. No sé por qué me asombra saber que el hombre sí estaba
dormido. Es que ¿quién puede dormir a la intemperie, a la merced de cualquiera?
Me quedo esperando la respuesta a mi saludo. No tarda en recoger las piernas y
dejarme un espacio en mi banco.
Sorprendida por el gesto de buena educación, me siento y le ofrezco el vaso que
hoy llevo demás.
—Es
café —le digo al instante que noto la duda en el rostro que solo veo a medias
porque sigue con la capucha puesta. De momento siento curiosidad por verle los
ojos a este hombre.
Toma
el vaso y distraído por el saludo que me lanzan dos personas al pasar demora un
poco en llevárselo a la boca, la misma que veo retorcer en ¿desagrado?
—¿Está
muy caliente? —investigo sintiéndome culpable por no advertirle antes.
Y
entonces oigo la voz ronca decir:
—Azúcar,
le falta azúcar.
Me
rio porque no puedo hacer nada más. Sí, sí puedo hacer algo más, mandarlo a la
mierda. Aunque creo que de nada serviría porque no creo que la pase peor de lo
que debe estar pasándola ahora. Intento quitarle el vaso de la mano pero su
reacción es más rápida que la mía.
—No
—dice el muy osado y noto molestia en el tono.
Se
me aprieta un poco el estómago. Me deslizo un poco más hacia la esquina opuesta
del banco. Busco en mi bolso y saco un paquete de galletas Oreo.
—¿Quieres?
—le ofrezco—.
—Sí
—y arranca el paquete completo de mi mano.
El
estomago se me vuelve a apretar un poco más.
Me
levanto y despido:
—Que
pases buen día.
Cuando
ya varios pasos me han alejado un poco de él lo escucho hablar y su voz me
obliga a detenerme:
—¿La
encontraste? —pregunta.
—¿Qué?
—no tengo idea de qué habla, de qué se me perdió.
—¿Qué
si la encontraste? —insiste.
—¿Qué
si encontré qué? —no recuerdo haber perdido nada y las arrugas en mi cara deben
estar diciéndole que no tengo ni idea de qué habla.
—La
suerte que necesitas.
“Maldito cabrón,” despotrico en la mente porque
no me atrevo a gritárselo a los cuatro vientos como me vienen las ganas y
entonces siento el estómago hervir cuando aparece una sonrisa en sus labios que
solo puedo describir como sádica. Estoy segura logró leerme la mente.
Respiro
profundo antes de responderle:
—¡Bah!
Sigo buscando —antes de que vuelva a hablarme continúo mi camino lanzándole
otro insulto silencioso. “¡Malagradecido!”
Cuando
llego a la oficina voy directo al ponchador, el aparatito electrónico donde mis
huellas digitales le dicen al patrono a qué hora llego y la que me voy.
Enseguida me dirijo al baño, hay que vaciar la vejiga lo más que se pueda. En
estos últimos días la urgencia se me hace mayor. Una vez registras tu usuario
en el sistema te cuentan hasta los suspiros para los indicadores de
productividad. Deberían darnos como beneficios marginales pañales desechable.
Prefiero hacerme pipis encima que oírle la bocota a mi supervisor.
CS,
la empresa en la que trabajo hace casi cuatro años se dedica a ofrecer servicio
al cliente a compañías grandes y chiquitas, hay empresas locales y
multinacionales. El dueño tuvo una genial idea, crear un mega centro de
servicio al cliente para los mercados de Estados Unidos y Latinoamérica. ¿Qué
mejor lugar que Puerto Rico? Aquí somos bilingües, somos un territorio americano
y los incentivos contributivos son atractivos para el inversionista americano.
“Lo mejor de dos mundos.” Hasta hace unos años sí lo era. He leído en el
periódico que ya esos incentivos no son tan atractivos como antes, por eso, muchas
empresas de capital gringo han cerrado y brincado el charco al hermano país, de
la República Dominicana.
En
realidad me gusta mi trabajo. Me paso ocho horas pegada al teléfono, a veces
hasta quince cuando me dejan hacer horas extras cubriendo el turno de alguien
que se ausentó. Mis responsabilidades van desde coordinar citas de servicio
para enseres electrodomésticos, ayudar a un cliente a descubrir por qué su
computadora no enciende, vender
contratos de servicios, extensiones de garantías para celulares, enseres
electrodomésticos, también hacemos llamadas de seguimiento de esos servicios y
encuestas de satisfacción a los clientes.
Cualquier
pudiera pensar que es un trabajo aburridísimo. No hay cosa más falsa. Aquí cada
día trae consigo historias nuevas, ocurrencias inimaginables de los clientes.
Cuando llego a mi estación ya Tita está ubicada en la de ella y enfrascada en
una conversación con un cliente. No deja de asombrarme su capacidad para hacer
varias cosas a la vez. Tiene en sus manos una revista de modas la que acerca
hasta mí y me toma un par de segundos entender que quiere que vea los zapatos
que lleva la modelo.
Aquí
somos muchos, si mi mente no me falla, creo que hacemos casi cien operadores en
el turno de la mañana y cincuenta en la noche. Cuando hay proyectos especiales
pudieran llegar a ser casi cien personas en la noche también. No es raro
sentirse como sardinas. Los cubículos están acomodados en cuatro filas
horizontales de veinticinco estaciones cada una, el espacio personal que
tenemos es de menos de un metro de ancho y paredes divisoras de un acrílico
transparente es lo único que contiene el sonido de un cubículo a otro. Aquí no
hay privacidad, tenemos que vernos las caras todo el día. Aquí puedes ver de
todo: quien se hurga la nariz y luego disimula para tirar al piso el “tesoro”
encontrado, el que se rasca el culo y también hasta la cara de hastío de
algunos operadores esperando la hora de salida. Por suerte, mi estación esta en
una esquina y a mi izquierda no tengo a nadie. A menudo los supervisores nos
recuerdan que debemos mantener un tono de voz bajo para no interferir con el
trabajo de los compañeros. Este lugar es un murmullo colectivo constante. Nunca
hay silencio y eso trae consigo algunas ventajas.
—¿Viste
el vídeo que te mandé anoche? —me pregunta Tita enseguida que termina su
llamada.
Niego
con la cabeza en espera de que entre la primera llamada del día para mí. “Por favor, por favor, que llame alguien
antes que…”
—¿Qué
te pasa, Ab? —pega su silla a la mía.
Se
enciende la luz roja del cuadro telefónico de mi estación y el pulso
intermitente se escucha en el auricular inalámbrico indicándome que un cliente
llama. “Tarde, muy tarde,” lamento.
—¿Qué
le pasa hoy a tu nivel de destrezas sociales?
—Fuera
de servicio —le murmuro mientras en mi oreja un cliente me cuenta su gran
dilema; el monitor de su computador no enciende.
—¿Tan
mal te sientes? —comienza a jugar con mi pelo. Siempre hace lo mismo y termina
haciéndome una trenza. Dice que es terapia de relajación para ella, creo que
para mí también.
Le
hago una seña con una mano indicándole como me siento; ‘más o menos’.
Tommy
se fue, le escribo el gran anuncio en un Post-it
blanco y se lo pego en el muslo.
—¿A
dónde? —ahora es ella quien murmura.
‘A estudiar el doctorado a Italia’, le revelo el destino de
Tommy, esta vez en otro papelito pero color púrpura que me arranca de la mano.
—¡Oh!
—arruga el rostro y llego a pensar que siente empatía por mí—. ¡Uf! —su cara
vuelve a relajarse—. Siempre te dije que esa “cosa” entre ustedes era como algo raro.
¡Puf!
Ya ven que Tita, al igual que los demás, nunca ha entendido la relación entre
Tommy y yo. Le quito la atención y doy instrucciones al señor del otro lado del
teléfono:
—Entiendo
perfectamente su situación. Aquí estamos para servirle. Voy a llevarlo poco a
poco a través de unos pasos para asegurarnos cubrimos todas las posibles causas
de su problema.
—Perfecto,
señorita —lo escucho decir.
—Busque
en la parte trasera del monitor el cable más grueso —le doy unos segundos—. ¿Ya
lo encontró?
—Vaya
despacio por favor que la tecnología no es lo mío.
Por
el temblor en su voz apostaría lo que fuera que este señor tiene más de setenta
años.
—No
se preocupe, señor Martínez, hágalo con calma.
Tita
aprovecha el tiempo que se toma el señor para continuar con su ya conocida
opinión de “la cosa” como ella le llama a lo mío y de Tommy.
—Era
casi como algo incestuoso —retuerce la boca y yo la castigo con un modesto pero
repentino empujón a su silla de vuelta a su estación.
—No
somos ni familia —le recuerdo.
—Son
como hermanos. ¡Guácala!
‘Vete a la mierda’, le escribo en otro
papelito mientras sigo esperando que el señor Martínez encuentre el cable
grueso del monitor.
—Lo
tengo —le escucho decir con entusiasmo al señor.
—Perfecto,
me alegra que haya usted encontrado con “facilidad” el cable. Ahora, tome la
rabiza con la manos y asegúrese que está conectada al receptáculo eléctrico.
—¿A
la corriente? —pregunta y puedo notar cierto aire de incredulidad.
“No, señor Martínez, no le
estoy diciendo morón. Sepa usted que el 90% de los problemas con computadoras
son causados por un cablecito mal conectado o que se nos olvida conectar.”
—Sí,
señor —respondo con toda naturalidad.
—Eh…
El
señor Martínez tarda en decírmelo pero sé que acaba de descubrir que el cable de
su monitor no esta conectado a la corriente. En este trabajo, con el tiempo
aprendes a reconocer los tonos en las voces de la gente, los sonidos extraños
que hacen de manera inconsciente o consciente para expresar o no expresar lo
que piensan, lo que sienten.
—Cuénteme,
¿qué encontró? —pregunto.
—¡Je!
Tenía usted razón, señorita, el cable estaba desconectado. De seguro fue mi
mujer cuando limpió ayer. Ya lo conecté y el monitor prendió sin problemas.
—No
se preocupe. Aquí estamos para ayudarlo. ¿Alguna otra cosa en la que le pueda
asistir?
El
señor se despide, no sin antes darme las gracias como diez veces más.
—¿Por
qué no me dijiste que tu hermano se largaba? —vuelve Tita al ataque.
—Deja
de decir que es mi hermano, cualquiera que te escuche lo puede creer —advierto entre
dientes.
Siendo
objetiva, la verdad es que no la puedo culpar por molestarme de esa manera.
Tommy yo nos conocimos cuando mi padre me trajo consigo de vuelta a la Isla
desde España. Dice mi papá que después que mamá murió en los atentado de los
trenes el 25 de julio del 1995 en Paris, cuando iba de regreso a España luego
de una visita a unos clientes en Francia, ya no tenía nada más que buscar en
Europa. Así que regresamos a su tierra natal y recuerdo con claridad que esa
misma semana fuimos a cenar a casa de los padres de Tommy. La afinidad fue
instantánea. Vi a un chico flacucho vestido de manera impecable con unos
pantalones grises oscuro y una camiseta de manga larga. Estaba parado entre sus
padres y me regaló la sonrisa más sincera que había recibido desde la muerte de
mi madre. Entre aquellos labios no había escondido un ‘lo siento’ o ‘pobre
niña’. Enseguida me invitó a jugar en su cuarto. Me negué porque pensé que
jugaríamos alguna de esos video juegos, luego acepté por obligación de mi padre.
Para mi sorpresa cuando entramos al cuarto de Tommy no encontré ningún
aparatito electrónico. Su área de juego se expandía por dos paredes inmensas
colmadas de libros y juegos de mesa, desde el piso hasta casi el techo.
Esa
noche Tommy no dejaba de mirarme y su instantánea obsesión con tener los ojos
sobre mí cara comenzó a incomodarme. No tuve que decirle, él supo cómo me
sentía y confesó su atracción:
—Es
que me gustan tus ojos.
¿Cómo
se supone una niña de diez años responda a una revelación de ese tipo? Él supo
que en su intento de arreglar la situación, la empeoró.
—Nunca
había visto en persona a nadie con los ojos así —tomó una libreta de encima del
escritorio junto a su cama y dibujó una hoja—. Tus ojos parecen hojas. Me
gustan.
No
puede más que sonreír y aceptar que en este nuevo país, que mi padre me había traído
a vivir, yo no pasaría desapercibida. Los rasgos físicos orientales que heredé
de mi madre me separan del montón. La forma de mis ojos son como hojas, tal
cual lo definió Tommy. Los rasgos latinos se adueñaron del resto de mi rostro y
cuerpo. Mi piel, que aunque blanca, tiene cierto tono dorado. Mi pelo es
marrón, lacio y aburrido hasta el cansancio, siempre lo he llevado un poco más
debajo de los hombros. Esa era yo, nacida en España de madre coreana y padre
puertorriqueño sin idea de qué me depararía el futuro.
Esa
sigo siendo soy yo.
Desde
el primer día en el nuevo colegio, ese niño se autonombró mi guardián y a mí no
me molestó para nada.
—¡De
Luna! —me llama el supervisor Torres.
‘Te
jodiste .’ Me
escribe Tita en un Post-it.
Con
el auricular inalámbrico colgando en la oreja izquierda me levanto y camino despacio
hasta la oficina del fondo, la que tiene los cristales transparentes grandes,
desde donde los jefes monitorean toda la acción del centro. Siento un repentino
impulso por sobarme el estómago y antes que mi mano llegue el destino la dirijo
a mi cabeza y me acomodo la trenza sobre el hombro. ¿Alguien se habrá dado
cuenta? Inevitable no sentir la mirada de casi todos los operadores
escoltándome.
—Buenos
días —saludo al llegar.
—Necesito
que trabajes mañana desde tu casa —anuncia sin responder mi saludo
extendiéndome un celular y una computadora portátil.
—¿No
va a abrir el Centro mañana?
Que
yo sepa no es día feriado y ya tengo turno asignado para mañana.
—¿No
ves noticias? —pregunta en un tono áspero y no me deja responder—. Se ha forma
la madre de los huracanes hace una hora. Esperan que el ojo pase mañana a
mediodía por la isla.
—¿Qué?
—“¿Huracán? ¿Cuándo? ¿Por qué nadie dijo
nada? ¿Acaso no se había acabado ya la temporada?”
Con
un movimiento brusco voltea el monitor de su computadora en mi dirección.
—¡Que
esa cosa nos va a rajar en dos! Qué suerte y que venir a formarse en el último
día de la temporada de huracanes. ¡De la nada, De Luna, de la nada se ha
formado la aberración esa!
—¡Oh!
—es lo único que puedo decir al ver la mancha roja con movimiento circular que
se aproxima a esta islita.
—No
abriremos el centro mañana, tendremos solo a diez operadores trabajando remoto
para asegurarnos que damos continuidad al servicio. Aunque creo que con esa
mierda acercándose la gente no va a tener tiempo de llamarnos.
—¿Trabajaremos
todo el día hoy? —la lógica me hace preguntar porque no tengo nada en la
reserva de alimentos para la temporada de huracanes.
—Vamos
a ir despachándolos por turnos. El primer grupo se va a la una de la tarde y
luego un grupo cada hora. Deberían estar ya todos fuera a las tres.
Siento
alivio. Espero tener algo de suerte en el supermercado. Cuando ya estoy a punto
de salir de la oficina me advierte:
—De
Luna —llama y lo veo
rascarse la barriga con un dedo a través del espacio entre el botón y el ojal
en su camisa.
Intento no notar el vello oscuro de la panza. ¡Guácala! Es que él solito se
gana los sobrenombres que la gente le pone—. Quédate la noticia para ti.
Vamos a ir notificando poco a poco a los demás.
Muevo
la cabeza un poquito y enseguida me voy intentando borrarme de la mente la
imagen de la barriga peluda.
Antes
de que me termine de acomodar en mi estación Tita no pierde la oportunidad para
cuestionarme:
—¿Qué
pasó? ¿Qué te dijo el cerdo?
Nos vamos temprano. Viene un huracán, le revelo el secreto en
otra notita que retengo en mi mano y no dejo que se apodere de ella. La veo
navegando en el internet en su celular. Ahora es ella quien me pasa una nota
mientras me enseña la misma imagen del huracán que Torres me mostró en su
oficina.:
¡Esto se jodió, Ab!
Todos los derechos reservados © 2015 Sheila Sheeran
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