miércoles, 23 de diciembre de 2015

¡FELIZ NAVIDAD!


¡FELIZ NAVIDAD!

Gracias por ser parte de la familia del grupo 
Los Romances de Sheeran


Aquí les regalo el capítulo 2 y 3 de  REAL-ITY




El robo de la historia
Capítulo 2

ABIA

Paso el resto del día sentada en el borde de la ventana de mi departamento, “la espía”, la que me permite ver todo lo que ocurre en el parque. Cuando estaba en la búsqueda de un lugar para comprar, para completar mi independización forzosa, este fue el segundo lugar que visité. Esa ventana nunca me hizo sentido. Y es que es precisamente en la cocina donde está y ocupa desde el techo hasta el piso. Cualquiera con un ojo para el diseño la hubiera colocado en el comedor, o mejor, la hubiese eliminado. Creo que mi padre estaría orgulloso de escucharme decir esto si no fuera porque quien lo hizo, quien colocó la bendita ventana, fue él. Éste es el único departamento del edificio con esa ventana en ese lugar, un cristal de tres metros de alto y la mitad de ancho. Con el tiempo la ventana y yo fuimos conociéndonos. Mientras más rato pasaba yo frente a ella observando el parque, la laguna, la lluvia, los atardeceres y amaneceres aprendimos a querernos. Y digo aprendimos porque la pobre ha tenido que aguantar por años sin poder protestar mis preguntas (sin respuestas). Desde hace varios años se convirtió mi lugar favorito de hogar.
Todavía estoy sentada con los pies descalzos sobre el otomán amarillo frente a la ventana. En mis manos, una taza de café. Fácil llevo más de cinco horas aquí sentada observándolo. El hombre en el banco del parque no se ha movido del lugar en todo este tiempo. Por ratos se acomoda un poco, recuesta la espalda contra el descansa manos, a veces se endereza un poco más. En cuatro ocasiones se ha puesto de pie y en dos de ellas me parece que para librarse de algún calambre en las piernas. No lo he visto comer o tomar algo. Tampoco he visto a nadie acercarse hasta él.
Yo con tanto que tengo en la cabezota para pensar, para intentar solucionar mi situación y aquí estoy dedicándole todo este tiempo a un pobre diablo que al parecer tiene más claro el futuro que me espera que yo misma.
‘Suerte, la vas a necesitar.’
¡Benditas palabras!
¿Acaso no pudo encontrar otra cosa que decir?
¡Claro que la voy a necesitar!
Mi teléfono suena, la pereza me gana. Ha de ser Tommy. ¿Quién más? De seguro llama para despedirse. Así es él, todo un protocolo andante. Tan correcto. Se despidió en persona esta mañana cuando me quedé con las palabras en la boca, ahora intenta despedirse por teléfono y no me extraña que mañana, de camino al aeropuerto, tenga la osadía de pasar por aquí. No me salen los deseos de hablar con él. No quiero volver a escuchar lo planificado que tiene su futuro. Lo genial que le fue con el trabajo de investigación con el que logró obtener una beca para hacer el doctorado en literatura europea.
El teléfono deja de sonar.
Es extraño pero disfruto del silencio. El gozo solo me dura un par de segundos porque el timbre del celular vuelve al ataque. ¡Que contestes, Abia! Me parece escuchar la voz de Tommy y la respiración sonora como cuando está a punto de perder la paciencia conmigo. Son pocas las veces que la ha perdido, la paciencia, por mi culpa. Por eso sé sin duda cuán rojo debe tener el cuello y cómo las venas deben estar brotándosele.
—Me parece mentira que no te diste cuenta esta mañana cuán roja debí tener yo la carota cuando anunciabas tu repentina despedida —le reclamo en voz baja. —¿Por qué no me dijiste antes que te ibas, Tommy, que habías conseguido la beca?
Otra vez silencio y en segundos, el celular. Ay, Tommy, ¡vete ya! Si mi chequera lo aguantara te compraba un boleto solo de ida pero para que te fueras hoy mismo.
¿A quién quiero engañar?
Voy a extrañarlo.
Lo sé.
Creo que ya lo hago.
Aunque me parece que en unos meses cada vez que intente rasurarme las piernas voy a acordarme de él.
¿Qué hicimos, Tommy?
“¿Qué hiciste, Abia?”, me pregunto.
En la locura temporera en la que he caído desde hace poco más de veinticuatro horas se me ocurre hacer una apuesta. ¿Cuánto tiempo le tomará  a Tommy enterarse del notición?
—¿Por qué no apostamos, cariño, como siempre lo hacemos…como siempre lo hacíamos? —vuelvo a hablarle en ausencia.
Las apuestas están a mi favor.
Todas.
Contrario a él no soy asidua a la tecnología, mucho menos las redes sociales. No tengo cuenta de Facebook ni ninguna otra de esas cosas que andan enviciado a la gente hoy día. Si se vieran ¡ja! van como momias pendientes a cualquier pendejada que escriba un fulano que tal vez ni conocen. “The walking deads”, así les llama Tita, mi amiga. La vida les pasa de largo y ellos encerrados en un mundo cibernético. Tampoco llevo correo de voz en mi celular. Tengo email y solo cuatro personas me escriben; Tommy, Chin-Hae, es mi abuelo paterno, Tita y mi papá. Cada mes el abuelo me escribe una pequeña nota en coreano, dice que es para que no pierda mis raíces. A veces me toma hasta dos horas traducir el mensaje pero siempre vale la pena. Siempre me envía una anécdota de cuando mi mamá era pequeña. Tita me manda cuanto enlace hay de vídeos en YouTube, es súper fanática de los realities de tv de música, esos que descubren nuevas estrellas. Aunque sabe que no los veo, no se da por vencida. Tommy me escribe para enviarme los enlaces de los libros que me recomienda. Si algo nos une, es la pasión por la lectura.
Uno,
Dos,
Tres…
Bueno, desde hace unos años solo son tres personas los que me escriben. Papá ya no lo hace… y ahora creo que no lo hará jamás.
Desde hace cuatro años mi papá y yo no nos comunicamos. Él dejó de hablarme y después de varios intentos por mi parte para reconectar con él, pues acepté su voluntad. Dice que lo que hice fue un robo. Yo no lo veo así. Para mí la historia fue diferente. Él siempre quiso que yo siguiera sus pasos y los de mamá, que me convirtiera en una gran arquitecta, una de renombre internacional como él. Por eso hice mi bachiller en arquitectura, sin embargo, para el postgrado… mmm pues sí estudié en Harvard, como él deseaba, pero la especialidad la hice en lo que yo quería. No hubo ni pizca de mala intención por mi parte. Como dice Tita, ‘si yo jurara, lo juro, pero como no juro, pues no lo juro’. Es casi un trabalenguas para decir que no hubo mala leche en evitar que, por cuatro años, papá no supiera con exactitud en qué su hija hacía la maestría. No es que no supiera, es que lo que sabía no era precisamente toda la verdad. Que se enterara el día de la graduación, allí cuando ya estaba sentado en el auditorio, que su única hija se recibía en Historia del Arte y Arquitectura y no en Planificación Urbana y Arquitectura Paisajista como creyó cada semestre cuando firmaba los cheques para pagar la matrícula, creo le añadió un poco de dramatismo. ¡Okey, okey!, tal vez un poco más de lo que pensé.
El caso es que Andrés, mi padre, me acusó de ladrona, mentirosa y farsante. Su enojo fue de tal magnitud que al día de hoy, a cuatro años después del la graduación, sigue como el primer día. De regreso a la isla, luego que se enterara de la verdad en el magno evento en Harvard, me pidió que me fuera de su casa. ¡Ajá!, no fue precisamente una petición y mucho menos vino adornada de amabilidad. Cuando le dije, aquella tarde que me reclamaba del “gran robo”, del cual lo hice víctima, que no me interesaba seguir sus pasos, que no quería dedicar mi vida a diseñar edificios, creo que en ese punto en el tiempo fue cuando la terminé de cagar en grande y me gané el destierro. Por un tiempo, que me pareció una eternidad, allí de pie se quedó observándome sentada en una silla de su despacho en la casa. Hasta me pareció que los ojos le brillaban más pero no de alegría. Con los hombros caídos, lo vi caminar hasta el escritorio, de una gaveta sacó su chequera, la conozco muy bien, es la misma que pagó los estudios “no autorizados”, endosó un cheque del cual me hizo entrega.
—Ten —me dijo.
Tomé el pedazo de papel que me ofrecía y cuando vi la cifra de trecientos cincuenta mil dólares el corazón se me puso a mil.
—¿De qué es esto? —pregunté sin poder ocultar la confusión, la alegría ingenua que no puedo negar, esa sí creo la oculté bien.
—Es la herencia que te ha dejado Jung.
Esa era mi abuela materna, falleció hace seis años en Korea.
—También te dejó esto —me extendía un sobre color blanco—. Te doy siete días para que desalojes tu habitación.
—¿Me estás botando de mi casa? —pregunté sin poder creer lo que escuchaba. Es que de seguro había escuchado mal.
—Esta no es tu casa. Esta es mi casa. Como ya eres lo suficientemente adulta y tienes —continuó con énfasis— “muy claro” lo que no quieres hacer con tu vida creo que es tiempo que te vayas.
—¿Este es tu castigo por lo del postgrado? ¿De verdad eres tan inmaduro como para botar a tu hija de la casa porque tuvo el coraje de decidir por cuenta propia qué estudiar?
—¡No hablemos de inmadurez, Abia! No fui yo quien tuvo a su papá engañado por cuatro años haciéndole creer que pagaba por algo de valor. ¿Qué diantres vas hacer con una maestría en historia? —caminó hasta la puerta, se detuvo y todavía de espaldas, se pasó las manos por la frente—. ¿Crees que dando clases vas a poder ganarte una vida como la que estás acostumbrada? No tienes ni idea de la oportunidad que desperdicias. Yo he trabajado todos estos años para hacer de ti una persona de provecho y en la oficina he dejado el lomo para dejarte un legado. ¿Y ahora es que me vienes con el cuento que no te interesa la arquitectura?
—Prefiero no tener un peso en la cartera pero sí ser feliz, hacer lo que me gusta —le respondí con tal seguridad.
—¿Y qué es lo que te gusta, lo que tanto te haría feliz?
Abrí la boca con el ímpetu que me salía del pecho para responderle como yo pensaba en ese momento que se merecía pero no me salió ni una sílaba. Avanzó despacio hasta mí que ahora estaba de pie y muda.
—Si no puedes entender cuál es la  razón real detrás de mi decisión, me reafirma que estoy tomando el camino correcto— pasó su mano sobre mi cabeza y me acarició el pelo como siempre hacía a la hora de dormir. Estaba tan segura que era el momento de su arrepentimiento, de darse cuenta que era un error garrafal botar a su hija de la casa, entonces dijo la bendita frase—. Suerte, Abia De Luna Choi, la vas a necesitar.
Esas fueron las últimas palabras que cursó mi padre conmigo y hoy, cuatro años después sigo esperando el arrepentimiento.
Sé que ha estado bien, mi padre, que su vida ha estado según imagino lo ha planificado. “Planificación”, ¡Bah! Maldita palabra que detesto tanto, no hago más que escucharla y s eme eriza el pellejo. Estoy segura que es la causante de que no quiera ejercer la arquitectura. Tampoco soy tan mala hija, he estado al tanto de cómo ha ido su vida. Tommy, como era de esperarse, se convirtió en el mensajero, el espía oficial. Al principio le pedía de favor que hablara con su padre y preguntara de manera casual, así como el que no quiere la cosa, como el tipo cool que se preocupa por saber de todos, cómo estaba el mío. La conveniencia de que el padre de Tommy es el socio en la firma de arquitectura de mi papá tenía que servir de algo. Con el tiempo estoy segura que tanto su padre como el mío se dieron cuenta de la jugada, del espionaje de Tommy y lo usaban a su favor. Entonces, el espía comenzó a trabajar para ambos bandos dándole actualizaciones periódicas de mi vida y mi suerte a su padre y el mío.
Hablando de espiar, en el tiempo que llevo aquí contándoles de mi padre y mi valentía, la que tuve de decidir mi futuro, que al día de hoy es incierto, no he dejado de mirarlo… al vagabundo. He contado diez personas que han pasado frente a él, quien todavía descansa sobre mi banco en el parque. Todos son cara familiares, asiduos del área. Dos van ejercitándose con los audífonos conectados a los oídos, dos llevan el celular pegado a la oreja y seis van texteando a la misma vez que caminan.
Los walking deads —murmuro.
Ninguno ha notado la presencia del hombre en mi banco.




El vaso que hoy llevo demás
Capítulo 3

Abia

Son las 7:30 de la mañana. Es lunes y día de trabajar. Estoy como una idiota en el medio de la cocina con dos vasos plásticos reusables de café. Me levanté en automático directo a mi rutina. Se supone que en diez minutos me encuentre con Tommy en el parque. Antes de su rutina de ejercicios matutinos camina junto a mí hasta mi trabajo. No es muy lejos, son solo cinco cuadras desde aquí. A paso relajado nos toma llegar como unos quince minutos. La flexibilidad que le da su trabajo le permite manejar el tiempo a su conveniencia. Imparte clases de literatura en una universidad cercana.
Cuando volteo me doy cuenta que los libros que dejé sobre la mesa pequeña de la sala no están y confirmo mis sospechas. Anoche, era él, lo sabía. Lo que sí está sobre al mesa es la llave de mi departamento, la que usaba Tommy. Antes de irme a dormir le escribí una carta, la metí en medio de nuestro libro favorito y con éste agarré los últimos libros que me había prestado y se los puse en la mesa. Sabía que vendría, él tenía que cumplir con su última despedida. Sentí su presencia con un beso en mi frente temprano en la madrugada pero no me dio la gana de despertarme, de dejarlo que tachara su último ítem en la lista de “cosas que hacer antes de largarme a Italia”. Por mí que se fuera incompleto. Así va a sentir cómo me siento yo ahora mismo.
Continúo con mi vida y la rutina rumbo al trabajo.

El vagabundo sigue en mi banco. Detengo el paso, luego de aclararme la garganta lo saludo:
—Buenos días.
Gruñe antes de abrir los ojos. No sé por qué me asombra saber que el hombre sí estaba dormido. Es que ¿quién puede dormir a la intemperie, a la merced de cualquiera? Me quedo esperando la respuesta a mi saludo. No tarda en recoger las piernas y dejarme un espacio en mi banco. Sorprendida por el gesto de buena educación, me siento y le ofrezco el vaso que hoy llevo demás.
—Es café —le digo al instante que noto la duda en el rostro que solo veo a medias porque sigue con la capucha puesta. De momento siento curiosidad por verle los ojos a este hombre.
Toma el vaso y distraído por el saludo que me lanzan dos personas al pasar demora un poco en llevárselo a la boca, la misma que veo retorcer en ¿desagrado?
—¿Está muy caliente? —investigo sintiéndome culpable por no advertirle antes.
Y entonces oigo la voz ronca decir:
—Azúcar, le falta azúcar.
Me rio porque no puedo hacer nada más. Sí, sí puedo hacer algo más, mandarlo a la mierda. Aunque creo que de nada serviría porque no creo que la pase peor de lo que debe estar pasándola ahora. Intento quitarle el vaso de la mano pero su reacción es más rápida que la mía.
—No —dice el muy osado y noto molestia en el tono.
Se me aprieta un poco el estómago. Me deslizo un poco más hacia la esquina opuesta del banco. Busco en mi bolso y saco un paquete de galletas Oreo.
—¿Quieres? —le ofrezco—.
—Sí —y arranca el paquete completo de mi mano.
El estomago se me vuelve a apretar un poco más.
Me levanto y despido:
—Que pases buen día.
Cuando ya varios pasos me han alejado un poco de él lo escucho hablar y su voz me obliga a detenerme:
—¿La encontraste? —pregunta.
—¿Qué? —no tengo idea de qué habla, de qué se me perdió.
—¿Qué si la encontraste? —insiste.
—¿Qué si encontré qué? —no recuerdo haber perdido nada y las arrugas en mi cara deben estar diciéndole que no tengo ni idea de qué habla.
—La suerte que necesitas.
“Maldito cabrón,” despotrico en la mente porque no me atrevo a gritárselo a los cuatro vientos como me vienen las ganas y entonces siento el estómago hervir cuando aparece una sonrisa en sus labios que solo puedo describir como sádica. Estoy segura logró leerme la mente.
Respiro profundo antes de responderle:
—¡Bah! Sigo buscando —antes de que vuelva a hablarme continúo mi camino lanzándole otro insulto silencioso. “¡Malagradecido!”

Cuando llego a la oficina voy directo al ponchador, el aparatito electrónico donde mis huellas digitales le dicen al patrono a qué hora llego y la que me voy. Enseguida me dirijo al baño, hay que vaciar la vejiga lo más que se pueda. En estos últimos días la urgencia se me hace mayor. Una vez registras tu usuario en el sistema te cuentan hasta los suspiros para los indicadores de productividad. Deberían darnos como beneficios marginales pañales desechable. Prefiero hacerme pipis encima que oírle la bocota a mi supervisor.
CS, la empresa en la que trabajo hace casi cuatro años se dedica a ofrecer servicio al cliente a compañías grandes y chiquitas, hay empresas locales y multinacionales. El dueño tuvo una genial idea, crear un mega centro de servicio al cliente para los mercados de Estados Unidos y Latinoamérica. ¿Qué mejor lugar que Puerto Rico? Aquí somos bilingües, somos un territorio americano y los incentivos contributivos son atractivos para el inversionista americano. “Lo mejor de dos mundos.” Hasta hace unos años sí lo era. He leído en el periódico que ya esos incentivos no son tan atractivos como antes, por eso, muchas empresas de capital gringo han cerrado y brincado el charco al hermano país, de la República Dominicana.
En realidad me gusta mi trabajo. Me paso ocho horas pegada al teléfono, a veces hasta quince cuando me dejan hacer horas extras cubriendo el turno de alguien que se ausentó. Mis responsabilidades van desde coordinar citas de servicio para enseres electrodomésticos, ayudar a un cliente a descubrir por qué su computadora no enciende,  vender contratos de servicios, extensiones de garantías para celulares, enseres electrodomésticos, también hacemos llamadas de seguimiento de esos servicios y encuestas de satisfacción a los clientes.
Cualquier pudiera pensar que es un trabajo aburridísimo. No hay cosa más falsa. Aquí cada día trae consigo historias nuevas, ocurrencias inimaginables de los clientes. Cuando llego a mi estación ya Tita está ubicada en la de ella y enfrascada en una conversación con un cliente. No deja de asombrarme su capacidad para hacer varias cosas a la vez. Tiene en sus manos una revista de modas la que acerca hasta mí y me toma un par de segundos entender que quiere que vea los zapatos que lleva la modelo.
Aquí somos muchos, si mi mente no me falla, creo que hacemos casi cien operadores en el turno de la mañana y cincuenta en la noche. Cuando hay proyectos especiales pudieran llegar a ser casi cien personas en la noche también. No es raro sentirse como sardinas. Los cubículos están acomodados en cuatro filas horizontales de veinticinco estaciones cada una, el espacio personal que tenemos es de menos de un metro de ancho y paredes divisoras de un acrílico transparente es lo único que contiene el sonido de un cubículo a otro. Aquí no hay privacidad, tenemos que vernos las caras todo el día. Aquí puedes ver de todo: quien se hurga la nariz y luego disimula para tirar al piso el “tesoro” encontrado, el que se rasca el culo y también hasta la cara de hastío de algunos operadores esperando la hora de salida. Por suerte, mi estación esta en una esquina y a mi izquierda no tengo a nadie. A menudo los supervisores nos recuerdan que debemos mantener un tono de voz bajo para no interferir con el trabajo de los compañeros. Este lugar es un murmullo colectivo constante. Nunca hay silencio y eso trae consigo algunas ventajas.
—¿Viste el vídeo que te mandé anoche? —me pregunta Tita enseguida que termina su llamada.
Niego con la cabeza en espera de que entre la primera llamada del día para mí. “Por favor, por favor, que llame alguien antes que…”
—¿Qué te pasa, Ab? —pega su silla a la mía.
Se enciende la luz roja del cuadro telefónico de mi estación y el pulso intermitente se escucha en el auricular inalámbrico indicándome que un cliente llama. “Tarde, muy tarde,” lamento.
—¿Qué le pasa hoy a tu nivel de destrezas sociales?
—Fuera de servicio —le murmuro mientras en mi oreja un cliente me cuenta su gran dilema; el monitor de su computador no enciende.
—¿Tan mal te sientes? —comienza a jugar con mi pelo. Siempre hace lo mismo y termina haciéndome una trenza. Dice que es terapia de relajación para ella, creo que para mí también.
Le hago una seña con una mano indicándole como me siento; ‘más o menos’.
Tommy se fue, le escribo el gran anuncio en un Post-it blanco y se lo pego en el muslo.
—¿A dónde? —ahora es ella quien murmura.
‘A estudiar el doctorado a Italia’, le revelo el destino de Tommy, esta vez en otro papelito pero color púrpura que me arranca de la mano.
—¡Oh! —arruga el rostro y llego a pensar que siente empatía por mí—. ¡Uf! —su cara vuelve a relajarse—. Siempre te dije que esa “cosa” entre ustedes era como algo raro.
¡Puf! Ya ven que Tita, al igual que los demás, nunca ha entendido la relación entre Tommy y yo. Le quito la atención y doy instrucciones al señor del otro lado del teléfono:
—Entiendo perfectamente su situación. Aquí estamos para servirle. Voy a llevarlo poco a poco a través de unos pasos para asegurarnos cubrimos todas las posibles causas de su problema.
—Perfecto, señorita —lo escucho decir.
—Busque en la parte trasera del monitor el cable más grueso —le doy unos segundos—. ¿Ya lo encontró?
—Vaya despacio por favor que la tecnología no es lo mío.
Por el temblor en su voz apostaría lo que fuera que este señor tiene más de setenta años.
—No se preocupe, señor Martínez, hágalo con calma.
Tita aprovecha el tiempo que se toma el señor para continuar con su ya conocida opinión de “la cosa” como ella le llama a lo mío y de Tommy.
—Era casi como algo incestuoso —retuerce la boca y yo la castigo con un modesto pero repentino empujón a su silla de vuelta a su estación.
—No somos ni familia —le recuerdo.
—Son como hermanos. ¡Guácala!
‘Vete a la mierda’, le escribo en otro papelito mientras sigo esperando que el señor Martínez encuentre el cable grueso del monitor.
—Lo tengo —le escucho decir con entusiasmo al señor.
—Perfecto, me alegra que haya usted encontrado con “facilidad” el cable. Ahora, tome la rabiza con la manos y asegúrese que está conectada al receptáculo eléctrico.
—¿A la corriente? —pregunta y puedo notar cierto aire de incredulidad.
“No, señor Martínez, no le estoy diciendo morón. Sepa usted que el 90% de los problemas con computadoras son causados por un cablecito mal conectado o que se nos olvida conectar.”
—Sí, señor —respondo con toda naturalidad.
—Eh…
El señor Martínez tarda en decírmelo pero sé que acaba de descubrir que el cable de su monitor no esta conectado a la corriente. En este trabajo, con el tiempo aprendes a reconocer los tonos en las voces de la gente, los sonidos extraños que hacen de manera inconsciente o consciente para expresar o no expresar lo que piensan, lo que sienten.
—Cuénteme, ¿qué encontró? —pregunto.
—¡Je! Tenía usted razón, señorita, el cable estaba desconectado. De seguro fue mi mujer cuando limpió ayer. Ya lo conecté y el monitor prendió sin problemas.
—No se preocupe. Aquí estamos para ayudarlo. ¿Alguna otra cosa en la que le pueda asistir?
El señor se despide, no sin antes darme las gracias como diez veces más.
—¿Por qué no me dijiste que tu hermano se largaba? —vuelve Tita al ataque.
—Deja de decir que es mi hermano, cualquiera que te escuche lo puede creer —advierto entre dientes.
Siendo objetiva, la verdad es que no la puedo culpar por molestarme de esa manera. Tommy yo nos conocimos cuando mi padre me trajo consigo de vuelta a la Isla desde España. Dice mi papá que después que mamá murió en los atentado de los trenes el 25 de julio del 1995 en Paris, cuando iba de regreso a España luego de una visita a unos clientes en Francia, ya no tenía nada más que buscar en Europa. Así que regresamos a su tierra natal y recuerdo con claridad que esa misma semana fuimos a cenar a casa de los padres de Tommy. La afinidad fue instantánea. Vi a un chico flacucho vestido de manera impecable con unos pantalones grises oscuro y una camiseta de manga larga. Estaba parado entre sus padres y me regaló la sonrisa más sincera que había recibido desde la muerte de mi madre. Entre aquellos labios no había escondido un ‘lo siento’ o ‘pobre niña’. Enseguida me invitó a jugar en su cuarto. Me negué porque pensé que jugaríamos alguna de esos video juegos, luego acepté por obligación de mi padre. Para mi sorpresa cuando entramos al cuarto de Tommy no encontré ningún aparatito electrónico. Su área de juego se expandía por dos paredes inmensas colmadas de libros y juegos de mesa, desde el piso hasta casi el techo.
Esa noche Tommy no dejaba de mirarme y su instantánea obsesión con tener los ojos sobre mí cara comenzó a incomodarme. No tuve que decirle, él supo cómo me sentía y confesó su atracción:
—Es que me gustan tus ojos.
¿Cómo se supone una niña de diez años responda a una revelación de ese tipo? Él supo que en su intento de arreglar la situación, la empeoró.
—Nunca había visto en persona a nadie con los ojos así —tomó una libreta de encima del escritorio junto a su cama y dibujó una hoja—. Tus ojos parecen hojas. Me gustan.
No puede más que sonreír y aceptar que en este nuevo país, que mi padre me había traído a vivir, yo no pasaría desapercibida. Los rasgos físicos orientales que heredé de mi madre me separan del montón. La forma de mis ojos son como hojas, tal cual lo definió Tommy. Los rasgos latinos se adueñaron del resto de mi rostro y cuerpo. Mi piel, que aunque blanca, tiene cierto tono dorado. Mi pelo es marrón, lacio y aburrido hasta el cansancio, siempre lo he llevado un poco más debajo de los hombros. Esa era yo, nacida en España de madre coreana y padre puertorriqueño sin idea de qué me depararía el futuro.
Esa sigo siendo soy yo.
Desde el primer día en el nuevo colegio, ese niño se autonombró mi guardián y a mí no me molestó para nada.
—¡De Luna! —me llama el supervisor Torres.
Te jodiste .’ Me escribe Tita en un Post-it.
Con el auricular inalámbrico colgando en la oreja izquierda me levanto y camino despacio hasta la oficina del fondo, la que tiene los cristales transparentes grandes, desde donde los jefes monitorean toda la acción del centro. Siento un repentino impulso por sobarme el estómago y antes que mi mano llegue el destino la dirijo a mi cabeza y me acomodo la trenza sobre el hombro. ¿Alguien se habrá dado cuenta? Inevitable no sentir la mirada de casi todos los operadores escoltándome.
—Buenos días —saludo al llegar.
—Necesito que trabajes mañana desde tu casa —anuncia sin responder mi saludo extendiéndome un celular y una computadora portátil.
—¿No va a abrir el Centro mañana?
Que yo sepa no es día feriado y ya tengo turno asignado para mañana.
—¿No ves noticias? —pregunta en un tono áspero y no me deja responder—. Se ha forma la madre de los huracanes hace una hora. Esperan que el ojo pase mañana a mediodía por la isla.
—¿Qué? —“¿Huracán? ¿Cuándo? ¿Por qué nadie dijo nada? ¿Acaso no se había acabado ya la temporada?”
Con un movimiento brusco voltea el monitor de su computadora en mi dirección.
—¡Que esa cosa nos va a rajar en dos! Qué suerte y que venir a formarse en el último día de la temporada de huracanes. ¡De la nada, De Luna, de la nada se ha formado la aberración esa!
—¡Oh! —es lo único que puedo decir al ver la mancha roja con movimiento circular que se aproxima a esta islita.
—No abriremos el centro mañana, tendremos solo a diez operadores trabajando remoto para asegurarnos que damos continuidad al servicio. Aunque creo que con esa mierda acercándose la gente no va a tener tiempo de llamarnos.
—¿Trabajaremos todo el día hoy? —la lógica me hace preguntar porque no tengo nada en la reserva de alimentos para la temporada de huracanes.
—Vamos a ir despachándolos por turnos. El primer grupo se va a la una de la tarde y luego un grupo cada hora. Deberían estar ya todos fuera a las tres.
Siento alivio. Espero tener algo de suerte en el supermercado. Cuando ya estoy a punto de salir de la oficina me advierte:
—De Luna —llama y lo veo rascarse la barriga con un dedo a través del espacio entre el botón y el ojal en su camisa. Intento no notar el vello oscuro de la panza. ¡Guácala! Es que él solito se gana los sobrenombres que la gente le pone—. Quédate la noticia para ti. Vamos a ir notificando poco a poco a los demás.
Muevo la cabeza un poquito y enseguida me voy intentando borrarme de la mente la imagen de la barriga peluda.
Antes de que me termine de acomodar en mi estación Tita no pierde la oportunidad para cuestionarme:
—¿Qué pasó? ¿Qué te dijo el cerdo?
Nos vamos temprano. Viene un huracán, le revelo el secreto en otra notita que retengo en mi mano y no dejo que se apodere de ella. La veo navegando en el internet en su celular. Ahora es ella quien me pasa una nota mientras me enseña la misma imagen del huracán que Torres me mostró en su oficina.:

¡Esto se jodió, Ab!

Todos los derechos reservados © 2015 Sheila Sheeran
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