"Las personas tenemos miedo a mostrar quienes somos en realidad. Por eso vivimos inventando cada día la historia de nuestras vidas que queremos contar y nos guardamos la historia real."
REAL-ITY
Sheila Sheeran
Todos los derechos reservados
©2015
¡Sorpresa!
capítulo 1
ABIA
Creo
que la confusión la llevo por naturaleza. Una vez a los dieciséis, a escondidas
en la madrugada, cuando ya papá dormía, llamé a una línea síquica. Cuando
llegó la factura del teléfono la culpa se la llevó Ada, la señora que nos
ayudaba en la casa (creo que todavía lo hace, no lo sé), la que cuidaba de mí
mientras papá trabajaba diseñando rascacielos. Me costó la mesada de dos meses.
Ada aceptó mi propuesta, la de cargar con la culpa, pero tuve que pagarle hasta
el último centavo que papá le descontó de su cheque por la llamada y un poco
más, “daños y angustias mentales” dijo Ada que le causé.
Ese
mismo año sufrí de una obsesión compulsiva de jugar Ouija. Después que escuché en el colegio a unos niños decir que a
través de ese juego los muertos respondían tus preguntas, quise probar, tal vez
lograba comunicarme con mi madre y me contaba si valía la pena romperse tanto
la cabeza con planificar el futuro. El intento nos duró poco. El Ouija murió cuando la mamá de mi mejor amigo
nos encontró jugándolo en la madrugada y nos acusó de hacerle culto al diablo. Que
cómo era posible que nosotros, que estudiábamos en un colegio cristiano
estuviéramos tentando a Lucifer así. Esa noche la casa olía humo, Tommy yo observábamos
desde el cuarto cuando su mamá quemaba el juego en el patio.
“Lo
ayudamos a tomar las mejores decisiones para su vida”, decía el anuncio en el
periódico. ¿Cómo dejar pasar la oportunidad? Esa misma tarde que vi el
anuncio, el día en que cumplí dieciocho años, a punta de chantaje, de decirle a
una novia que tenía Tommy, que frecuentaba otra chica, lo obligué a visitar
conmigo un síquico, el del periódico. Por aquello de averiguar si era una farsa
o no, hice que le dijeran a él su futuro primero, para no abusar yo pagué su
sesión. No es que creyera en esas cosas, es que necesitaba ir descartando
cada una de las opciones que tenía enfrente para mi futuro. Necesitaba saber si
habían opciones más allá de las que me mostraba mi papá. Me sorprendí al saber
que no era una síquica con un pañuelo rojo en la frente y el pelo como si
tuviera una pelea de gatos en él. Era un síquico. No tenía una bola de cristal
ni cara de charlatán. No habían luces tenues ni humo cubriendo el suelo. A
pesar de causar la impresión de que la cosa era seria, la visita fue breve.
Demasiado. Cuando Tommy le hizo la segunda pregunta ‘¿Cómo se llama el amor de
mi vida?’, el hombre respondió:
—Renato.
Pensé
que había escuchado mal que había confundido la letra O por la A pero el
síquico volvió a repetir ‘Renato’.
Literalmente
tuve que aguantar a Tommy porque le partiría la cara al síquico si no lo hacía.
Es la única vez que lo he visto fuera de sí. Esa fue la última vez que Tommy me
acompañó en una andada de esas y la primera vez que me mandó a la mierda. Ese
verano me resigné a que lo mío era algo que venía en la mezcla de genes que
llevo. Abia De Luna Choi, ese es mi nombre, de padre puertorriqueño y madre
coreana, viví en España hasta los diez años y el resto de mi vida ha acontecido
entre Los Estados Unidos y aquí, Puerto Rico.
Hoy
tengo ganas de encontrarme con un síquico en la calle, con alguien que me diga
qué será de mí. Camino a través de la acera que forma un parque lineal ubicado
justo enfrente al edificio donde resido desde hace cuatro años. A diario suelo transitar
de regreso del trabajo a través de este mismo concreto pero en dirección
contraria. Me gustar ver como en la noche las luces de los faroles se reflejan
en el agua de la laguna que bordea el parque. Hoy no es de noche, es domingo en
la mañana. Por suerte no trabajo. Son a penas las diez y media. Cargo en mi
mano derecha un bolso de papel con algunas manchas de grasa que empiezan a
mostrarse, pienso en las papas fritas que deben estar mongas. En la izquierda llevo
mi celular y la esperanza de que tal vez suene.
Sin
mirar me detengo frente a mi banco favorito. Es el tercero a la derecha.
Caminar hasta él ya se ha convertido en algo natural, algo que es parte de mí.
Levanto la mirada para asegurarme que en efecto estoy frente al tercer banco.
Hoy está ocupado. “¿Ocupado?” Sí. Alguien ha tenido la magnífica idea de echar
una siesta en mi banco. Todos en este parque saben que ese lugar me pertenece.
Con la mano donde cargo la funda de papel le doy un par de cantazos en el pie.
—Muévete
que este no es tu lugar. —Hoy no me siento amable. Bueno, sí me levanté amable
pero la pasada hora me robó cualquier ganas de amabilidad.
Al
instante me arrepiento de haberle tocado. Y es que cuando veo el estado de sus
pies descalzos.
¡Uy!
Asco.
No,
pena.
No
sé si la regla de los cinco segundos aplica en circunstancias como estas. Ada, siempre
decía: “cuando se te cae un alimento en el piso tienes un espacio de cinco
segundos para recogerlo sin que se contamine con los gérmenes”. Lo decía con
tanta convicción como si ella misma hubiese comprobado de manera científica la
veracidad de esa premisa. Creo que en esta ocasión estoy salva porque a éste
solo lo toqué por un segundo, dos a lo máximo. Pero si me dejo llevar por el
color oscuro del sucio que cubre sus pies...ni un segundo sería seguro. De
repente me viene a la mente la imagen de un inodoro público. No sé por qué.
Con
el tiempo aprendí que esa teoría de los cincos segundos la puedes aplicar en
otros aspectos de tu vida. Al tomar una decisión importante, si tu intuición no
te dice que sí en los cinco segundos
siguientes, es de seguro un no lo que
deberías responder. Por eso a escondidas hice el postgrado en historia y no en
arquitectura como creía papá. Dice que lo que hice fue un robo. Yo creo que fue
uno parcial. El postgrado fue en historia de la arquitectura. Pero es que ya lo
había complacido con el bachiller. Ya tenía el diploma con mi nombre graduada
con un bachiller de diseño arquitectónico de MIT y promedio de 3.90 colgando en
la pared principal de su despacho. Ya lo había complacido. Era momento de
complacencias para mí, aunque las pagara él. A veces me pica la curiosidad por
saber si mi diploma de bachiller todavía cuelgan de aquella pared en su
despacho, si todavía presume de ello con sus clientes y colegas. Estoy segura
que el diploma de postgrado no llegó ni a entrar en aquella habitación.
De
repente el pelo en mi rostro, a consecuencia de una ventisca, me hace recordar
donde estoy. El hombre permanece inmóvil y yo pienso “Ab, búscate otro banco”. No, hoy no me buscaré otro banco, quiero
el mío. Quiero el pedazo de madera donde suelo sentarme a pensar. Lo necesito.
Aunque confieso que no sé si hoy pueda pensar con cordura, como siempre me ha
exigido Andrés De Luna, mi papá. Necesitaré algunos días para organizar todo lo
que tengo en la cabeza, creo que unos meses no me vendrían nada mal.
Desde
que confirmé las sospechas, ensayé una y otra vez la manera más cuerda posible
para decirle. Sin embargo, de mi boca no llegó a salir una sola palabra de las
que había memorizado. Es que cuando comenzó hablar, me pareció que él sí estuvo
días ensayando las suyas, las que soltó sin rastro de duda. Tommy tiene muy
claro lo que quiere hacer con su vida, siempre lo ha tenido y en ella no estoy
yo, no de la forma en que ahora pareciera que debiera estar. En realidad en la
mía tampoco estaba él. No porque no lo quisiera a mi lado. Es una buena compañía,
mi mejor compañía, hasta hace una hora lo era. Quiero hacer tantas y tantas
cosas que no tengo ni idea de qué quiero. Ahora, una hora más tarde de lo que
se supone fuera un desayuno cordial en mi departamento, sigo sin saber qué
quiero hacer con mi vida pero Tommy está más presente que nunca... muy a mi
pesar.
—Señor,
muévase que tengo hambre —vuelvo a tocar al mendigo desconocido después de
lanzarle mi segunda advertencia. Esta vez lo hago con mi celular.
Lo
veo reaccionar. Hace un sonido grotesco que creo le sale de la garganta. Al
unísono eleva las rodillas recogiendo los pies pero no se endereza. No me
parece conocido. A éste nunca lo he visto por aquí. Me siento en el pequeño
espacio que libera. Mientras abro la funda de McDonald’s, de reojo intento ver
un poco más del atrevido que ocupa mi banco y es cuando el olor a carne se
mezcla con un olor a zorrillo y creo saber de dónde viene. Refugiar la nariz en
mi hombro es mi primer instinto para sobrevivir. Veo que lleva puesto un
vaquero desteñido con varios desgarres en la tela. Una especie de abrigo le
cubre el torso y una capucha el rostro. Hago un esfuerzo sobrehumano y saco mi
nariz del refugio, solo alcanzo a ver el volumen de la barba castaña que
sobresale de la cueva en que tiene escondida la cara.
Intento
ignorarlo y me fuerzo a comer algo, necesito azúcar en mi cuerpo para
funcionar. Desenvuelvo la hamburguesa y le doy un mordisco. No llego a tragar
el bocado cuando ya estoy llorando como una niña tonta. Veo que el hombre esta
vez sí se endereza y amplía el espacio entre los dos. Me parece que se asustó
con mi llanto. “Estamos a mano, amigo, yo
me asusté con tu olor.” Le extiendo mi mano derecha con la hamburguesa
mordida. Ya no tengo hambre. No tarda en tomarla y cuando siento mis manos
vacías me las llevo al rostro para cubrirlo. No estoy pensando como necesito
hacerlo, sigo llorando.
Pierdo
el sentido del tiempo, fácilmente llevo minutos aquí.
—¿Helado?
—alguien pregunta.
Reacciono
mirando a mi lado izquierdo, pero enseguida que recuerdo que no estoy sola giro
la cabeza hacia la derecha.
—¿Helado?
—vuelve a preguntar mientras hunde en mi sunday
de vainilla con caramelo mis papas mongas y se las lleva a la boca.
Me
quedo observando en su dirección sin poder ver más allá del matojo de pelos. Me
habla en español pero con un acento extranjero.
Por
tercera vez vuelve a ofrecerme helado, esta vez en silencio empujando un poco
con la mano libre el vaso plástico donde está “mi helado”. En silencio también
declino el ofrecimiento. Entonces, aparece ante mí una servilleta de papel la
misma que acepto y con ella seco algo de la humedad que todavía queda en mis
ojos y me limpio la nariz.
—Tu
boca está sucia de kétchup—advierte justo en el momento que comienzo a pensar “qué amable este fulano”.
Me
limpio la boca mientras me debato entre si agradecerle o insultarlo. Mientras
lloraba mis penas este hombre se comió mi almuerzo, que también era mi desayuno
porque el desayuno que preparé, el que se supone comiéramos Tommy yo, debe
estar como hielo sobre la mesa del comedor.
Desisto
de cualquier intención maligna contra este hombre. Poco a poco voy poniéndome
de pie a la misma vez que rebusco en los bolsillos traseros de mi jean.
—Ten
—le digo extendiéndole el puño cerrado con el sobrante de un billete de veinte
dólares con el que pagué en McDonald’s—. Creo que te da para la cena.
Cuando
extiende su mano noto la mugre que forma líneas negras bajo sus uñas.
—Gracias
—dice.
Comienzo
alejarme cuando le escucho hablar:
—Lo
que sea —me detuve al instante— que te hace llorar no puede ser peor que esto
que vez aquí —hizo un gesto con ambas manos señalándose a sí mismo.
—Veamos
—le digo y me callo para que continúe, para que me cuente su historia.
Se
pone de pie.
—Treinta
y un años, sin casa, ni familia, ni trabajo. A veces pasan días sin que pueda
tomar tan solo un vaso de agua.
Voy
paseando mi vista desde sus pies hasta el rostro. No es para nada un recorrido
placentero. No llego a verle con claridad los ojos. Me quedo en silencio
pensando en la gravedad de su situación. Me confieso y mientras lo hago voy
comparando su realidad con la mía.
—Veintinueve
años, con casa, familia, trabajo, sin saber qué hacer con mi vida y preñada del
hombre que me acaba de mandar a la mierda.
Entonces, es él quien permanece en silencio
unos segundos, luego vuelve a sentarse, toma una papa monga y se la zumba de un
bocado.
—Suerte,
la vas a necesitar —me dice con unas gotas de helado escurriéndosele por la barba
asquerosa.
Y yo solo quiero saber dónde está la madre que lo parió.
Y yo solo quiero saber dónde está la madre que lo parió.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario